lunes, 16 de noviembre de 2009

¡Un poco de silencio, por favor!

Si de dar un paseo en plena ciudad se trata, llegué a la conclusión de que es prácticamente imposible pretender que se pueda lograr sin la agresiva polución que ingresa a mi ser a cada instante, por el magnífico órgano sensorial del que la naturaleza me dotó; el que tiene la capacidad de decodificar las señales traídas por las ondas sinusoidales que viajan en el aire e impactan mis tímpanos, luego la cóclea y finalmente los centros superiores en los lóbulos temporales, donde las reconozco y asocio con determinadas imágenes.
Camino por la vereda atendiendo a todo lo que me rodea, una mujer pasa presurosa a mi lado y el ritmo de su taconeo indica su apremio por llegar a algún lugar.
Los coches se amontonan en la esquina en triple fila, esperando el momento de poder acelerar para cruzar Rivera, como esperan los caballos nerviosos la campana y la apertura de la puerta para comenzar la carrera.
Un pie golpea varias veces el pedal de la moto hasta lograr el ronquido que anuncia que está pronta para, descaradamente, meterse entre los autos limitados en su movilidad
debido a su tamaño y poca flexibilidad, logrando adelantarse y salir airosa del tumulto. Un grosero improperio emerge de la cabina de un camión acompañado de la grave e insistente bocina que aturde a los transeúntes.
Los niños de la acera de enfrente gritan y corren detrás de un perro que huye de sus pequeños y temibles compinches de juego que parecen querer descuartizarlo.
Algunas hojas secas se quejan al quedar estrujadas bajo mis pies, las miro con pena porque pienso en lo verde, fuertes y brillantes que fueron, con nervaduras turgentes llenas de savia y lo que son ahora, frágiles e indefensas partes de un árbol que las desechó. Una de ellas, de vigorosos colores habano, naranja y rojo cae al pie del plátano, golpea suavemente contra las raíces que sobresalen del piso. La miro, me sonríe con su colorida cara otoñal de recién llegada a la superficie terrestre, la levanto con cuidado y siento la tibieza del calor del sol sobre su cuerpo, la tomo del tallo y le digo:

—No dejaré que te pisoteen, te prolongaré la vida luciéndote en uno de mis cuadros artesanales, así seguirás siendo admirada.

La campana de la iglesia comienza a tañer, las personas a paso lento entran a la iglesia, el murmullo va diminuyendo a medida que las figuras desaparecen al traspasar el portal.
Deslizo el cierre de mi cartera en busca del llavero, detecto su tintineo metálico, lo tomo, identifico la llave de la puerta de entrada. Me tropiezo con el escalón de mármol, empujo la pesada puerta de vidrio y hierro que se cierra detrás de mí con un golpe seco. El tránsito se percibe amortiguado. El ascensor está en planta baja, entro, marco segundo piso, el motor se pone en marcha. Entro a mi apartamento. Por fin estoy en casa, los sonidos de la calle se oyen lejanos, sólo la voz de la heladera y del tubo-luz me reciben tímidamente, invitándome a descubrir otro mundo sonoro, el de mi hogar.