martes, 1 de febrero de 2011

DULCINEA


De chica, nunca fui demasiado dulcera, de hecho, siempre preferí los alimentos salados. Mientras mi hermano y amigos se desvivían por los caramelos, chocolatines y ticholos, yo, vendía mi reino por una torta frita.

Yo vivía en Buenos Aires, en provincia. Los sábados de tarde solíamos ir con papá y mamá a una confitería del Centro a tomar la leche con medias lunas de manteca. Yo apurada me sentaba en la silla e inmediatamente mis ojos revoloteaban sobre la mesa en busca del azucarero.

¡Qué placer me provocaba ver los terrores de azúcar como una pila de ladrillos blancos brillantes, montados unos sobre otros llenando el recipiente! Para mí era toda una novelería, ya que en casa siempre había azúcar de la común, la suelta, la que se desparrama y da un trabajo bárbaro recoger porque siempre quedan granitos rebeldes, escondidos en algún reborde del platillo o de la mesa.

Mientras esperaba la leche, con mis pequeñas manos, mirando de reojo con disimulo, tratando de no ser vista, los iba agarrando de a uno y construía torres o casitas apoyando un terrón sobre otro, manteniendo el equilibrio.

Cuando llegaba el mozo con la taza rebosante de cocoa con leche, yo inmediatamente tomaba un terroncito desde un vértice con la puntita de los dedos, como si fuera una pinza y lo sumergía de a poco en la taza, observando cómo se iba tiñendo. Rápido, antes de que se ablandara demasiado y cayera, me lo metía en la boca, lo apretaba entre la lengua y el paladar para sentirlo disolverse, dispersándose el dulce sabor por todos los rincones.

¡Qué divertido me resultaba tomar la leche de esa manera!

A mis padres no les hacían mucha gracia mis maniobras, pero como tomaba toda la taza y no ensuciaba nada, no tenían argumento para rezongarme.

Podría decirse que ésa era mi más disfrutable dosis dulce de la semana, la que siempre esperaba con gran expectativa.