Cada uno me enseñó algo, pero lo más importante...todos me iluminaron con sus hermosos ojos día tras día.

Tenía 23 años cuando llegó a mi consulta. Me contó que a los ocho años tuvo los primeros síntomas de hipoacusia (descenso de la audición) en el oído izquierdo. A los dieciocho, un nuevo empuje lo llevó a una disminución mayor en ambos oídos y a los veinte quedó totalmente sordo. No se beneficiaba significativamente con el uso de audífonos. Desde que le disminuyó la audición en ambos oídos a grado profundo hasta que se operó, pasaron once años.
Sus inmensos ojos celestes me miraron fijamente y me dijo:
_ Me manda el otorrinolaringólogo para que me ayudes a mejorar la lectura labial y probar el estimulador vibrotáctil (TACTAID). Estoy viendo la posibilidad de hacerme un implante coclear, ya estuve mucho tiempo en silencio. Quiero volver a oír y si me opero, estoy seguro que seré un paciente estrella.
Yo lo escuché impactada frente a tanta determinación. Sería todo un desafío para mí pues en los comienzos de los ’90 recién se comenzaba a hablar de este tipo de operación en Uruguay. En 1987 yo había hecho una pasantía en el Servicio de Audiología en el Neurosensory Center de Houston-Texas y había visto los primeros resultados, realmente asombrosos.
Trabajamos sistemáticamente durante varios meses y su actitud frente al tratamiento fue muy comprometida y responsable, así como también exigente consigo mismo y conmigo.
Las sesiones resultaban divertidas a pesar de lo tediosos que son los ejercicios, pues buscábamos de hacer la reeducación abordando temas de interés para ambos.
- Me imagino cómo es tu voz – me dijo un día.
Yo me sonreí y le confesé que era un poco chillona..
Su lectura labial mejoró, hecho corroborado frente a la tortura de hablarle de costado o con poca luz para dificultarle cada vez más la tarea y se sintió satisfecho con los resultados obtenidos cuanti y cualitativamente.
Finalmente, después de algunos años de pruebas y exámenes, lo operaron.
Lo fui a ver al sanatorio, aún no estaba conectado el implante, debíamos esperar un mes. La ansiedad era mutua.
Después de un tiempo llamé a su casa para preguntar por su evolución y para mi sorpresa él mismo atendió el teléfono! Hablamos un rato en forma pausada y yo estaba tan emocionada que no se me ocurría qué decirle. Me contó que lo primero que hizo cuando comenzó a oír de nuevo fue reunir a toda la familia para reconocer las voces de todos ( tiene nueve hermanos!). También fue al Palacio de la Música y compró una cantidad de discos para bañar a sus nuevos oídos de sus melodías preferidas.
El día que nos volvimos a encontrar, sonriente y autosuficiente me dijo una par de cosas:
1-¿Viste?, te dije que sería un paciente estrella.
2- Tenés la voz que me imaginaba…es linda pero la de mi novia me gusta más.
Rápidamente su voz se fue acomodando y recuperó bastante el timbre que había perdido con los años.
Volvió a integrarse al mundo sonoro con total entusiasmo atendiendo y reconociendo en todo instante a los estímulos auditivos que lo rodean.
Una de las cosas que más disfruta hoy día es oír la voz de su “campeón” de seis años llamándolo "papá". Es su inseparable compinche de andanzas. Juntos son dinamita!
Pasaron veinte años desde aquella primera consulta. Él dice que soy su "fono" preferida" y yo digo que él fue mi paciente "estrella".
De chica, nunca fui demasiado dulcera, de hecho, siempre preferí los alimentos salados. Mientras mi hermano y amigos se desvivían por los caramelos, chocolatines y ticholos, yo, vendía mi reino por una torta frita.
Yo vivía en Buenos Aires, en provincia. Los sábados de tarde solíamos ir con papá y mamá a una confitería del Centro a tomar la leche con medias lunas de manteca. Yo apurada me sentaba en la silla e inmediatamente mis ojos revoloteaban sobre la mesa en busca del azucarero.
¡Qué placer me provocaba ver los terrores de azúcar como una pila de ladrillos blancos brillantes, montados unos sobre otros llenando el recipiente! Para mí era toda una novelería, ya que en casa siempre había azúcar de la común, la suelta, la que se desparrama y da un trabajo bárbaro recoger porque siempre quedan granitos rebeldes, escondidos en algún reborde del platillo o de la mesa.
Mientras esperaba la leche, con mis pequeñas manos, mirando de reojo con disimulo, tratando de no ser vista, los iba agarrando de a uno y construía torres o casitas apoyando un terrón sobre otro, manteniendo el equilibrio.
Cuando llegaba el mozo con la taza rebosante de cocoa con leche, yo inmediatamente tomaba un terroncito desde un vértice con la puntita de los dedos, como si fuera una pinza y lo sumergía de a poco en la taza, observando cómo se iba tiñendo. Rápido, antes de que se ablandara demasiado y cayera, me lo metía en la boca, lo apretaba entre la lengua y el paladar para sentirlo disolverse, dispersándose el dulce sabor por todos los rincones.
¡Qué divertido me resultaba tomar la leche de esa manera!
A mis padres no les hacían mucha gracia mis maniobras, pero como tomaba toda la taza y no ensuciaba nada, no tenían argumento para rezongarme.
Podría decirse que ésa era mi más disfrutable dosis dulce de la semana, la que siempre esperaba con gran expectativa.
Les contaré en cuentos, u otras formas de expresión escrita, cosas relacionadas a mi quehacer profesional.